Opinión
Algún día iré a Nueva York
- 09 de noviembre
de 2011 -
- Alfredo Varona
Hoy, no saldré de mí mismo, el deseo me pide escribir del maratón y no ocultaré que, en mi caso, es una pasión muy seria. Lo conocí por primera vez en la primavera de 1994 y me comprometí de veras con esa distancia. Fueron doce años de noviazgo en los que ataqué las tres horas. Conviví con sus obsesiones. Aprendí a esforzarme con más inteligencia. Llegué a correr la segunda parte más rápido que la primera bajo una lluvia incansable en Madrid como demuestra esa fotografía en la meta que ahora mismo no se separa de mis ojos. Y no sé si será cosa de la nostalgia, pero me resulta una época maravillosa en la que el maratón establecía su mundo. No era yo sólo. También compartía esas palizas con mi hermano. A la semana, superábamos los 120 kilómetros. Aprendimos a entender al corazón, a correr deprisa, a vencer a la impaciencia o a comprender esos días injustos: el maratón es así, un esfuerzo obvio, silencioso y, acaso, bienvenido. Quizá sea una manera de vivir, de volver a empezar cada mañana o de esperarte a ti mismo. La recompensa está en el esfuerzo, dicen, no en el resultado.
Pero hace tiempo que olvidé a su desgaste incorregible. Objetivamente, el maratón no es una distancia para toda la vida, el desgaste articular es brutal. Sin embargo, nunca he dejado de correr y hasta de machacar. Creo que sería incapaz, pero también sé que no es lo mismo. En ninguna carrera ya he vuelto a encontrar la maravillosa incertidumbre de esta distancia. Y no, no he encontrado motivos para desenamorarse de ella. El domingo volví a entenderlo cuando veía el maratón de Nueva York, el que me prometí correr algún día y nunca corrí. Fue por televisión y, claro, se trata de una emotividad, dirigida por una cámara, lenta y desuniforme. Pero sin querer volví a esos orgullosos años de promesas, en los que uno miraba al maratón a los ojos. Y, sí, el domingo volví a ver a esa estatua de Fred Lebow, el hombre que creó el maratón de Nueva York hace 40 años y el único del mundo que lo corrió y terminó con un cáncer cerebral. Y volví a acordarme de ese bellísimo mensaje suyo que lo imagino vitalicio: «Te sientes muy bien cuando estás corriendo y te sientes mucho mejor cuando has terminado de correr». Y también volví a ver al Puente Verrazano; a la isla de Manhattan; a la Quinta Avenida o a la meta de Central Park gobernada por un día por 47.000 atletas. Y fue imposible olvidarse de Fred Lebow, que definía todo aquello como un escenario de calles en las que por un día te sientes Frank Sinatra. Y, aunque sólo fuese por unas horas, el deseo impuso su ley. Y me imagine que algún día correré el maratón de Nueva York.